Comando Water



Tenía 24 años la primera vez que pisé Perú. Un país que, teniendo una historia y unos recursos apasionantes, nunca me había interesado demasiado como para visitarlo sin una razón potente. Esta vez la había, era una razón importante, tan importante que ahora es la madre de mi hija.

Llegué por la tarde, me acompañaban mi hermano y mi cuñada. Nos fueron a buscar al aeropuerto, si no recuerdo mal, mi novia entonces (ahora mi mujer), sus padres y el tío Helí. Yo ya había viajado por varios países de mundo pero esta vez vivía una experienca inédita para mí, no había sido capaz de imaginarme lo que me iba a encontrar, ni a nivel general del país ni específicamente con mi familia política. Mi primera visita a Perú fue como un viaje a la Luna.

Salimos del aeropuerto y pronto entramos en una especie de autovía muy descuidada que nos llevó, tras un desvío, a casa de los tíos de mi mujer. Lo que sí me esperaba es encontrarme una familia hospitalaria, acorde a uno de los tópicos que se manejan de los sudamericanos en España. Así fue, todos nos cuidaban como a virreyes, broma recurrente que hacía en mis visitas a Perú y que todo el mundo reía pero problemente sólo gustaba a unos pocos.



En este desembarco, quizá la persona más emblemática que conocí, fue a la abuela. En un mundo globalizado, es difícil encontrar un país en el que la influencia americana y europea no haya transformado su cultura, sin embargo, la gente más anciana suele conservar un enganche con las raíces difícil de descubrir en la gente más joven. La abuela era una de estas personas. Seguramente fue ella la que más sorprendida estuvo con nuestra visita. Una pista de esto eran las visitas nocturnas a mi habitación para comprobar si su nieta dormía o no conmigo, que por cierto, no lo hacía.

La abuela hablaba un castellano extraño, luego supe que era pañaco (de su pueblo, Panao) con una gran cantidad de americanismos y alguna mezcla quechua. Hablando el mismo idioma a veces se me acercaba y me decía frases como "Jorgito, quieres un choclito zancochadito" a lo que yo contestaba sin dudarlo "Sí, claro", sin saber si me iba a dar un tipo de licor peruano, una mascota andina o maíz cocido, que era en realidad lo que significaba. Al igual que me ocurría con mi abuelo, hablar con la mamá Elvira (así la llama toda la familia) era fascinante, primero por la dosis de concentración que requería entender su español/pañaco cerrado y segundo porque existía una distancia real entre nuestras culturas, cosa que le daba un cariz muy especial a nuestras conversaciones. Yo solía bromear mucho con ella, apostaría a que no entendía 7 de cada 8 bromas de las que le hacía pero tenía la deferencia de reirme todas. Lo más bonito de esto es que las reía de verdad, no por cortesía, como si el significado no importara sino el reirnos juntos. Me fascinaba descubrir que, a pesar de su edad, era completamente independiente y orgullosa hasta el extremo. Era capaz de levantarse a las 5 de la mañana para ir al mercado (a 2 horas de distancia) y prepararnos unos tamales listos para comer cuando nosotros nos levantábamos. Eran antológicos los cafés, después del café oficial de la familia, en su pequeño apartamento independiente dentro de la casa de mis suegros. Os lo aseguro, esos cafés me fascinaban, sobre todo cuando nos quedábamos ella y yo sólos y teníamos que buscar puntos de conversación común, era increíble.

Os contaría mil historias, como aquella vez que se acabó el agua del depósito un 31 de diciembre y me vi organizando un "comando" para conseguir agua compuesto por la abuela, Rina (la chica que ayudaba en casa), mi mujer y yo. Es uno de mis mejores recuerdos, como 4 personas de lo más diverso nos pusimos manos a la obra para conseguir un tonel de 1000 litros de agua, como lo transportamos y como acabamos abrazados haciéndonos una foto como si hubiéramos subido al Everest. O la del día de mi boda en Perú, que en el turno de baile, cuando me tocó con la abuela, nos marcamos un regetton yo con mi traje de corte italiano y ella con un vestido elegante y unos tacones que calzaba con la clase de una treintañera. Pero de aquellos años, quizá la anécdota que más gracia me hace, es cuando, en una conversación intrascendente descubrí que, en ocasiones, me llamaba Kent, se fusionaban en ese mote desde la influencia de la globalización, hasta la percepción que le llevaba a la abuela a ver a un chico leonés, moreno, bajito y entrado en carnes, cierto parecido al novio de la muñeca más famosa del mundo, fascinante!.

La abuela tenía un fuerte carácter, eso es imposible de negar, pero era Auténtica, su forma de ser era la suya y sus ganas de vivir eran proporcionales a su buen humor y mal carácter combinados. Hay personas que pasan por la vida intrascendentes y grises, hay otras que participan moldeando el carácter de todos los que les rodean. Ayer se fue para siempre, para alguien que no conoció a ninguna de sus abuelas de sangre, me quedo con el regalo de haberla conocido y haber sido, con casi total seguridad, su nieto español favorito.

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