El tío Quico



Cuando mi abuelo nació el tío Quico tenía 16 años, probablemente ya tenía alguna novia en el pueblo o le gustaba alguna chica. Cuando mi padre nació el tío Quico tenía 49 años, aunque eran de pueblos diferentes no me extrañaría que le hubiera echado alguna bronca cuando mi padre correteaba por el pueblo de mi madre. El tío Quico les sobrevivió a ambos.


Vivir 111 años significa que todas las personas que te conocen te han conocido de adulto, eso te convierte en una persona respetable para todos y con el tiempo, un símbolo, un mito. Tener un tío bisabuelo con 111 años es como tener un superheroe en la familia. En la era de los smartphones, smartTVs, SmartTablets hemos tenido el privilegio de poder compartir un rato al año con una persona que nació cuando no existían los coches, ni las teles y apenas existía la radio. A mi edad, Quico había ido y vuelto de Argentina, donde tuvo una hacienda que tuvo que abandonar al estallar la guerra civil, ya tenía 4 hijos mayorcitos y probablemente, en otra época, había vivido tanto o más que yo, lo que no sabía es que le quedaban 76 años por vivir.

Muchos debaten sobre cual es el secreto de tal longevidad, "Mucha cama, poco plato y mucho zapato", decía en una entrevista al Diario de León del cuál era suscriptor desde hace 72 años. Yo no se cuál es el secreto, sé que el tío tenía carácter, se hacía gracioso oirle quejarse, muchas veces con razón. Sé que enviudó pronto y se jubiló también pronto.

El día de mi boda se cayó y rompió la cadera, todos pensamos que se le acababa la cuerda pero no fue así, se recuperó y hasta volvió a andar. Sin quererlo el tío Quico se convirtió en un símbolo no sólo para mi familia sino para gente allegaba que oía con la boca abierta su historia.

En un mundo en el que nos exigen vivir a doble velocidad no tenemos tiempo de mirar al horizonte con paciencia, de ver como lo que hoy es lo más, pasa, y lo de mañana también, que el dinero y los éxitos personales se van diluyendo y va quedando la vida sencilla, las comidas caseras, los paseos, la familia, el pueblo...  Ir cada año a ver al tío Quico con mi mujer y mi hija, charlar con Tomás (mi padrino) o con Ana María y Rosalía (sus hijas) sobre él y sobre nosotros, era una delicia sin igual, eran momentos únicos que no tienen precio, imposible de sustituir ni por una cena en el Empire State, ni por un anochecer en el Sharara, ni por un baño con delfines en el Amazonas. Entrar en esa casa a ver al tío Quico transmitía ese sosiego del que no tiene cuentas pendientes con la vida, esa casa transmitía y seguirá transmitiendo paz y probablemente ese sea sin duda el secreto de su longevidad frente al estrés obligatorio de la sociedad actual.

El viernes pasado nos dejó, rodeado de los más cercanos, en su cama. El sábado pasado le despedimos multitudinariamente en la iglesia del pueblo. Se apagó el abuelo, se fue el mito, espero que nos queden, al menos, sus lecciones calladas.

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